CRÉDITO AL CONSUMO: MÁS CERCA DE EUROPA
La publicación hace algunos meses de la Ley de crédito al consumo, cuya finalidad primordial es incorporar al Derecho español la normativa comunitaria en esta materia, ha vuelto a despertar los recelos de quienes temen los efectos perniciosos de las intervenciones estatales supuestamente protectoras.
Pero, ¿está realmente el consumidor bancario necesitado de protección? Sin duda alguna, sí. La generalidad de los contratos bancarios son contratos de adhesión que, junto a las cláusulas particulares, incorporan condiciones generales no negociables y que se imponen a quien desea contratar, lo que justifica un trato diferente al contratante débil por parte de los jueces, el legislador y la Administración. Evitar que los contratos contengan cláusulas abusivas, como la renuncia al propio fuero, constituye un segundo argumento para la existencia de normas de protección. Sólo la normalización de las cláusulas financieras, así por ejemplo, la utilización de medidas equivalentes para expresar el interés, confiere al consumidor verdadera libertad de elección. La información exhaustiva, las exigencias de forma en los contratos, y la publicidad y comunicación al Banco de España de los tipos de interés y tarifas de comisiones contribuyen, sin provocar perturbaciones, a una mayor claridad y transparencia de las operaciones bancarias.
En líneas generales, la actual normativa es respetuosa con la libertad de contratación, y participa en la idea de que el mejor modo de garantizar la protección al demandante de crédito es la competencia entre Entidades que permita la comparación de las ofertas, y no la intervención estatal uniformadora.
La nueva Ley reconoce al consumidor el derecho a reembolsar anticipadamente su crédito con una reducción equitativa del coste total, aunque esta posibilidad venía siendo admitida por los Bancos y Cajas de Ahorros constituyendo una práctica bancaria habitual, y las comisiones aplicadas no se apartaban mucho de las máximas que ahora se señalan. En un ejercicio de autoregulación, la Banca había reconocido ya al consumidor este derecho, si bien es cierto que la existencia del mismo podía atisbarse en la Ley para la Defensa de los consumidores y usuarios.
Una novedad cuestionada en la Ley es su pretensión de acabar, de hecho, con la práctica habitual de Bancos y Cajas de Ahorros consistente en ofrecer productos que han de ser adquiridos con créditos concedidos por la propia Entidad. Aunque más de uno agradecerá que las cacerolas y las bicicletas desaparezcan de las oficinas bancarias, al impedirse el anudamiento entre el contrato de adquisición y el de financiación se dificulta una práctica comercial que, en general, ha sido ventajosa para los consumidores.
Otro aspecto discutido es la conveniencia de limitar el tipo de interés que las Entidades pueden aplicar a los descubiertos en cuenta corriente, que en ningún caso puede dar lugar a una tasa anual equivalente (TAE) superior a dos veces y media el interés legal del dinero. Existe el riesgo de que ese límite legal se tome como una indicación, sin olvidar lo paradójico que resulta la fijación de un límite para los descubiertos en cuenta corriente cuando no existe equivalente para los intereses remuneratorios de los créditos que no tienen su origen en descubiertos. Por otra parte, la intervención en cualquier mercado mediante el establecimiento de precios máximos tiene un efecto sobradamente conocido, y es que una parte de la demanda queda insatisfecha, es decir, alguien no obtendrá crédito.
Menos justificadas parecen las reticencias a la expresión del TAE, obligación que por primera vez se incorpora a una norma con rango legal, y de cuyo incumplimiento se siguen graves consecuencias: a falta de mención del TAE, la obligación del consumidor queda reducida al abono de los intereses legales. La inexistencia de una cultura financiera es el argumento habitualmente utilizado por quienes minusvaloran la importancia del TAE. La aparición de productos financieros similares a los ya conocidos, pero cuyo coste o rentabilidad difiere sensiblemente, refuerza la necesidad de que el consumidor tome sus decisiones en consideración al TAE y no al tipo de interés nominal de la operación.
Banca y sociedad han experimentado cambios importantes. Es indudable que la cultura financiera ha aumentado en los últimos años, lo que se manifiesta en una mayor sensibilidad de los clientes a las diferencias de precios y la exigencia de productos que se adecúen mejor a sus necesidades específicas. En parte, como consecuencia del aumento generalizado de nuestro nivel cultural. La normativa sectorial, sobre todo de carácter administrativo y a la que se añade la Ley que comentamos, ha ahondado en el proceso de normalización de las cláusulas financieras, ampliando la información que las Entidades deben suministrar a su clientela acerca de los productos y servicios que ofrecen. La escasa atención prestada por sus clientes a las comisiones bancarias no ha pasado inadvertida a las Entidades financieras pero, al igual que ocurriera con la liberalización de los tipos de interés, la creciente competencia está mostrándose capaz de resolver el problema, incentivando a las más transparentes a incluir las ventajas de su oferta en la publicidad. El consumidor bancario ha tomado conciencia de sus derechos.
Sin embargo, el proceso anterior ha venido acompañado por un aumento en el número y complejidad de los productos financieros. No parece haberse reducido el número de conflictos entre las Entidades financieras y sus clientes y, en la mayoría de los casos, el consumidor potencial continúa careciendo de los conocimientos financieros necesarios para tomar decisiones. En buena medida, el legislador ha confiado a los fedatarios públicos la tarea de garantizar la eficacia de las normas de protección a la clientela, y corresponde a éstos lograr que la profusa información suministrada por las Entidades sea correctamente comprendida por sus destinatarios.